La sonrisa en el rostro de la tragedia

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Es imposible que el corazón no se rompa y más cuando los ve uno sonreír, pues a ellos sus papás ya les dijeron que ya están cerca, que ya mero llegan a su destino. Hay otros, que viajan solos, que van como tiernos cervatillos en una manada enorme y a la buena de Dios, en un camino lleno de fieras, de bestias humanas sedientos de su ternura, de su inocencia.

Son las sonrisas en el rostro de la tragedia, son niños que ya caminaron miles de kilómetros, en una aventura que tiene semanas o meses que inició de aquel lado de la frontera sur de nuestro país.

De días de lluvia, de un sol que quema, de hambre, de sed, de no tener a donde llegar a dormir, de no saber si mañana van a tener algo para desayunar,  para comer, que no tienen una regadera en donde meterse a quitarse el sudor, la mugre y cantar bajo el agua. Como tampoco hay una cobija o una cama,

¿Usted se saldría de su casa, tomando a sus hijos de la mano y empezaría a caminar con rumbo a la frontera? Pero sin más nada que lo que lleva puesto, con una mochila con un par de cambios de ropa, un par de botes para cargar agua y unos cuantos pesos en la bolsa, sin saber donde los va a acostar a dormir, si va a ver comida para darles en la noche, si va a llover y sin tener con que cubrirlos.

¿De que tamaño tiene que ser la tragedia de su vida, para salir a caminar miles de kilómetros, para ver si hay suerte de algo mejor?

Caminar, caminar y caminar, correr para cruzar una frontera, correr como desesperados para salvar la vida cuando se cruzan con los grupos del crimen organizado, con las bandas dedicadas a secuestrar niños y mujeres jóvenes para venderlos como carne de prostitución.

Correr para intentar un salto mortal para subir al tren que los puede acercar a su sueño, o que de un solo golpe los puede mandar al sueño eterno.

Dantesca la imagen de una familia que quedó separada en una carrera, en donde mamá y dos niños pequeños fueron subidos a empujones al tren y abajo quedó papá con otro hijo.

La mamá no podía regresar, pues era dejar a sus dos pequeños solos arriba de la “Bestia” y papá ya no corrió, pues era dejar a su hija sola viendo al tren alejarse. Eso pasó hace tres o cuatro semanas y no saben nada unos de los otros.

Pero estos ya llegaron a Chihuahua, se ríen cuando dicen el nombre de nuestro estado, de nuestra ciudad, a ellos no les puede preguntar uno si les gusta nuestra ciudad, no la conocen, el hambre y la prisa por llegar no es la ruta para conocer, no son turistas, son migrantes indocumentados.

Sabe usted cuál es la diferencia entre un turista y un migrante indocumentado, es muy sencilla, el primero viaja con gusto y para darse gusto, el otro viaja con hambre, miedo y no lo hace para conocer, lo hace para buscar donde vivir.

Y se rompe el corazón al oír a una de ellas platicar con Carla Cabello, nuestra compañera reportera, a quien le dijo que lo que ella quiere es terminar la escuela, y no sabemos si va a terminar el viaje con vida.

Están a 380 kilómetros de la frontera, pero eso no implica que estén más cerca de cumplir sus sueños, pues les falta atravesar el desierto de aquí a Juárez, las arenas de Samalayuca y la pesadilla de los campamentos en la fronteriza y el desierto, la aridez de las leyes de Estados Unidos, país en donde la vida no es fácil, donde no es un sueño y si más bien una pesadilla cruzar y empezar a trabajar.

La foto la tomó Carla Cabello, son rostros de niños, sonriendo, en medio de la tremenda tragedia que es la migración, esa que se hace por hambre, por miedo y que es en busca de un sueño y que puede costar todo.